POR LOLA BARROS ALBARRÁN – PSICÓLOGA GENERAL SANITARIA – Nº COL AN\11366

“Deberíamos dedicarnos a desaprender gran parte de lo aprendido y aprender lo que no se nos ha enseñado”.

Hoy, rescato estas palabras del psiquiatra Ronald Laing, una figura de especial relevancia en el movimiento de la antipsiquiatría (década de los 60 y los 70), para ilustrar una historia que puede ser la de cualquiera.

Laia era una mujer fuerte, la mayor de sus 4 hermanos. En una familia humilde, donde no faltó de nada porque padre y madre eran “unos currantes natos”, aprendió desde bien pequeña que el esfuerzo, el trabajo y la responsabilidad, eran valores fundamentales, que pasaron a regir los esquemas de su vida.

Entendió que la vida o su familia, le otorgaba el privilegio de estudiar y lo aprovechó al máximo. Siempre estudió y trabajó a la vez, entendiendo que así era como debía responder a una familia que también se sacrificaba por ella. Siempre estaba cuando la llamaban, siempre era la solución a cualquier problema, se convirtió en indispensable, en un valor seguro al que recurrir ante cualquier tipo de adversidad. Se sentía, sin darse cuenta, validada y recalificada en el rol de “persona que todo lo puede”.

La vida no la trató ni mal ni bien, simplemente fue pasando, con épocas mejores y épocas peores, como a todo el mundo, pero siempre con el mismo estilo de música de fondo, con las mismas canciones, que sonaban una y otra vez tal que así:

  • La canción de: “Corre, que no llegamos”.
  • La canción de: “Si no lo hago yo ¿Quién?”.
  • La canción de: “Hay que seguir, no te pares”.
  • La canción de: “Yo responsable, yo fuerte, yo siempre”.

Con 36 años, en pareja y con 2 hijos de 6 y 3 años, tiene un trabajo como funcionaria y le va bien con su pareja y padre de sus hijos, Javier. Justo al mes de nacer su segundo hijo, falleció su madre repentinamente, fue un trago muy amargo, pero la vida tenía que continuar. No podía parar, el bebé demandaba mucho, había tanto que hacer y tantas cosas a las que atender… que siguió y no paró.

Laia hoy, se ha levantado y se ha sentido de color gris. No sabe qué le pasa, siente que “lo tiene todo y le falta todo”. Se avergüenza de lo que siente y no quiere ni contarle a Javier que cree que algo no va bien dentro de sí. Se culpa porque no tiene motivo para sentirse mal y se aleja de sí misma, aparentando que todo está bien. Continúa con el piloto automático puesto, va y vuelve a la puerta del colegio, a la puerta de la academia de inglés, a su trabajo, al supermercado, queda con sus amigas… pero es como si no estuviera, cada vez con una sensación de mayor extrañeza, cada vez con la sensación de estar más alejada de la realidad, sintiéndose como anestesiada por dentro y con una máscara por fuera, culpable de no estar agradecida por todo lo que la vida le ha dado. En realidad, piensa para sus adentros, que no tiene derecho a quejarse y que lo que a ella le pasa es cansancio, o estrés… o lo que sea, pero es lo que le pasa a cualquiera, a todo el mundo, no es ella más que nadie.

Los días de color gris continuaron y en uno de ellos, mientras estaba en el baño con los niños, el mayor le pregunta “por qué el cajero da billetes y qué tiene que hacer para que a él también le dé”, busca en su cabeza respuestas sencillas, para zanjar el tema, pero no las encuentra y se siente cansada, sin paciencia para continuar y sin ganas de hablar. Una respuesta origina otra pregunta y de repente, en medio de ese caos en el que de fondo suena el pitido de la lavadora porque ha acabado, se da cuenta de que ha salido mucha agua fuera de la bañera porque el pequeño ha jugado “demasiado”, entonces, su hijo mayor, vuelve a hacerle otra pregunta. Respira e intenta contenerse, en su cabeza planifica rápidamente, que tiene que sacar al pequeño de la bañera y decirle al mayor que espere y que le atiende en un momento, pero en lugar de eso, grita a su hijo “!Cállate de una vez!”.

Los 2 niños, se quedan ojipláticos, el silencio es abrumador y desconcertante. Nunca le había gritado así a los niños. Laia descubre en las miradas de los pequeños la sorpresa y el desasosiego de no reconocer a su madre dulce en ese grito desproporcionado. Javier sube apresurado las escaleras al oír el grito de Laia y encuentra a los 2 pequeños en el baño, uno fuera envuelto en una toalla y el otro con las manos en un gesto de no saber qué está pasando.

Mira alrededor para ver donde está Laia y la encuentra en la habitación de los niños llorando. Es la primera vez que la vez llorar de esa forma tan desconsolada. Javier le pregunta a Laia qué le pasa y Laia le responde por vez primera y entre sollozos: “No lo sé, pero algo no va bien dentro de mí”.

La historia de Laia puede ser la de cualquiera y también la de nosotros mismos. De las palabras de Laing (si bien éstas estaban matizadas por el contexto político y social de entonces), se desprende mucho si las analizamos en el contexto de la historia de Laia.

Laia, probablemente es una mujer que ha aprendido a funcionar con el piloto automático, sin detenerse a escucharse, desoyendo sus necesidades. En la historia de Laia, existen muchos matices que nos dan pistas sobre lo que le puede estar pasando, pero para comenzar, si algo es importante en esta historia es la dinámica relacional en la que Laia ha aprendido a desenvolverse.

La familia es el sistema primario más importante para el ser humano. En él, aprende a relacionarse y en él adquiere pautas y dinámicas relacionales que se extrapolarán posteriormente a otros ambientes.

Sin duda, los valores de Laia (esfuerzo, responsabilidad…) no son malos valores, pero en el contexto relacional y en concreto en el de la familia, estos valores también adquieren sus matices, especialmente, cuando estos valores han regido las actuaciones de Laia a lo largo de su historia.

En el siglo XVI, Paracelso, nos dejaba una conclusión, la de: “Todo es veneno y nada es veneno, sólo la dosis hace el veneno”. De acuerdo con esta conclusión, podríamos hipotetizar que el problema de Laia es fácil: demasiada responsabilidad, demasiado esfuerzo… Pero la realidad es mucho más compleja y habría que preguntarse ¿Por qué esos valores y por qué en Laia se expresan de esa forma? ¿Por qué Laia no se permite parar, dejarse sentir? ¿Por qué no se permite enfermar?

El “piloto automático” funciona, desde luego, pero llega un momento en el que el síntoma aparece y aquello que nos sirve y que para nosotros es una brújula que nos orienta, deja de servirnos y nos desorienta. Cuando Laia “pone el piloto automático”, es como si separara la razón de la emoción. La emoción, queda atrapada o se amputa, porque dejarla salir, tratar de entenderla y atenderla, puede que provoque dolor, puede que nos haga rememorar episodios del pasado que son desagradables… en definitiva, puede que nos haga tener que frenar, parar en seco. Laia cree que no puede permitirse eso.

En un momento en el que Laia podría sentir la necesidad de tener a su madre cerca, que es cuando da a luz a su segundo hijo, su madre fallece repentinamente, pero continúa con las “demandas de la vida” y se desatiende, se amputa emocionalmente y se mantiene en el “como si todo fuera igual, como si nada hubiera cambiado”. Cualquiera puede entender esto, pero esta situación y tantas otras que nos rodean, no solo requieren de entendimiento, requieren de reconocimiento, de elaboración y resolución. Pero esta historia va más allá de elaborar o no un duelo, sin duda, esta historia, hunde sus raíces en la familia, los modelos y las dinámicas por los que nos regimos para relacionarnos con el mundo.

Con lo que sabemos de la historia de Laia, una historia ficticia, con datos ficticios, sobre una persona que en realidad no tiene rostro ni nombre, pretendemos ilustrar que:

  • – Las personas adquirimos valores y dinámicas relacionales desde el nacimiento, inicialmente en el seno de la familia y con posterioridad estos valores y dinámicas pueden extrapolarse a otros entornos más amplios y externos a la familia. En cualquiera de estos entornos, se pueden expresar los síntomas.
  • – Esta forma de desenvolvernos en el mundo unas veces es más adaptativa que otra. Esta es la forma que hemos aprendido, pero no tiene por qué ser la mejor. Desaprender algunas cosas y aprender aquellas que no nos han enseñado es de vital importancia para mantenernos ajustados, encontrarnos mejor con nosotros mismos y en el entorno en el que interacturamos.
  • – En cualquier caso, darle sentido a lo que nos pasa (los síntomas) y re-narrar nuestra historia de vida resulta de vital importancia y es un ejercicio al que no se llega “en un rato”. Requiere de tiempo, dedicación, autocuidados y genuino interés en reconocernos en nuestra propia historia, sin juzgarnos, aprendiendo.

La historia que hemos contado, como decíamos al inicio, podría ser la de cualquiera. Laia, ha llegado a la conclusión de que algo no va bien dentro de ella, pero ¿Qué creéis que hará? ¿Empezará a atenderse y pedirá ayuda especializada? Tal vez, insista en que está muy estresada y planifique un fin en la playa y tras tomar algo de aire, Laia pueda continuar ¿Pero hasta cuándo? También podría continuar con “el piloto automático, como si estuviera… disociando emoción de razón”, y en este caso ¿Cuáles podrían ser los siguientes síntomas?

A ninguna de estas preguntas podemos responder. Cada persona es única y puede responder de una forma diferente, incluyendo otras alternativas que no hemos contemplado en el texto. En cualquier caso, el deseo de la que suscribe estas líneas es el de que solicite ayuda, empiece a cuidarse y a dejarse cuidar. No es fácil, pero es posible.

ESCUCHARSE Y PARAR: LA HISTORIA DE LAIA.

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